Lo que nos deja diciembre

Ana, Fernándo, Nerea y Pablo han muerto este mes de diciembre del año que termina. Tres jóvenes, tres ilusiones y tres familias rotas y unidas por el último mes del año. 

A Ana, estudiante brillante, profesional en ciernes, hija ejemplar, le segaron la vida. La destrozó materialmente uno de esos lobos solitarios para los que las mujeres somos tan solo presas, carne en la que hundir sus colmillos. Lleváoslo lejos, les diría a los que le guardan, tan lejos como podáis, lejos de nuestros ojos, a donde no lleguemos ni con nuestros pensamientos. 

Fernándo se lo llevó el corazón, de tan grande que lo tenía. Un corazón que no le cabía en el pecho cuando compartía la alegría de vivir con sus amigos, con su gente. Su corazón se paró súbitamente contaminado por la emoción y la alegría por las amistades queridas y recuperadas por Navidad. 

Desde hacía unos meses a Nerea y a Pablo los días se les hacían pequeños, las horas eran ahora minutos y el tiempo parecía escapárseles de las manos y de los labios. Vivían alegre y cariñosamente una relación juvenil, una sincera amistad amorosa. Reían, bailaban, cantaban, viajaban por sus tierras. Representaban a la felicidad de las cosas sencillas,  esa que se mueve en medio de la gente y en la que no reparamos hasta que desaparece.



Nada consolorá a los suyos de esa pérdida inmensa, nada ni nadie podrá sacarles la pena de haber perdido lo más querido. A Rafael también se le fue Rafa, hace algo más de un año. A Carmen, Ángel, hace más de diez; todavía  recuerdo sus palabras, no hace tanto tiempo: aquella mujer que era yo, ya no existe, es otra. Existe una Carmen antes y una Carmen después, ya nunca seré la misma persona.  

Y a estas muertes de jóvenes en lo mejor de la vida habría que añadir la de todas esas mujeres que, como a Ana, les han secado la vida por haber nacido mujeres. 










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